(NO SE PUDO SUBIR, SIEMPRE MARCABA ERROR)
Fernando
Savater Ética para Amador
Capítulo
I
DE QUÉ VA LA ÉTICA
Hay ciencias que se estudian por
simple interés de saber cosas nuevas; otras, para aprender una destreza que
permita hacer o utilizar algo; la mayoría, para obtener un puesto de trabajo y
ganarse con él la vida. Si no sentimos curiosidad ni necesidad de realizar
tales estudios podemos prescindir tranquilamente de ellos. Abundan los
conocimientos muy interesantes pero sin los cuales uno se las arregla bastante
bien para vivir: yo, por ejemplo, lamento no tener ni idea de astrofísica ni de
ebanistería, que a otros les darán tantas satisfacciones, aunque tal ignorancia
no me ha impedido ir tirando hasta la fecha. Y tú, si no me equivoco, conoces
las reglas del fútbol pero estás bastante pez en béisbol. No tiene mayor
importancia, disfrutas con los mundiales, pasas olímpicamente de la liga
americana y todos tan contentos. Lo que quiero decir es que ciertas cosas uno
puede aprenderlas o no, a voluntad. Como nadie es capaz de saberlo todo, no hay
más remedio que elegir y aceptar con humildad lo mucho que ignoramos. Se puede
vivir sin saber astrofísica, ni ebanistería, ni fútbol, incluso sin saber leer
ni escribir: se vive peor, si quieres, pero se vive. Ahora bien, otras cosas
hay que saberlas porque en ello, como suele decirse, nos va la vida. Es preciso
estar enterado, por ejemplo de que saltar desde el balcón de un sexto piso no
es cosa buena para la salud; o de que una dieta de clavos (¡con perdón de los
fakires!) y ácido prúsico no permite llegar a viejo. Tampoco es aconsejable
ignorar que si uno cada vez que se cruza con el vecino le atiza un mamporro las
consecuencias serán antes o después muy desagradables. Pequeñeces así son
importantes. Se puede vivir de muchos modos pero hay modos que no dejan vivir.
En una palabra, entre todos los saberes posibles existe al menos uno
imprescindible: el de que ciertas cosas nos convienen y otras no. No nos
convienen ciertos alimentos ni nos convienen ciertos comportamientos ni ciertas
actitudes. Me refiero, claro está , a que no nos convienen si queremos seguir
viviendo. Si lo que uno quiere es reventar cuanto antes, beber lejía puede ser
muy adecuado o también procurar rodearse del mayor número de enemigos posible.
Pero de momento vamos a suponer que lo que preferimos es vivir: los respetables
gustos del suicida los dejaremos por ahora de lado. De modo que ciertas cosas
nos convienen y a lo que nos 5 conviene solemos llamarlo «bueno» porque nos
sienta bien; otras, en cambio, nos sientan pero que muy mal y a todo eso lo
llamamos «malo». Saber lo que nos conviene, es decir: distinguir entre lo bueno
y lo malo, es un conocimiento que todos intentamos adquirir —todos sin
excepción— por la cuenta que nos trae. Como he señalado antes, hay cosas buenas
y malas para la salud: es necesario saber lo que debemos comer, o que el fuego
a veces calienta y otras quema, así como el agua puede quitar la sed pero
también ahogarnos. Sin embargo, a veces las cosas no son tan sencillas: ciertas
drogas, por ejemplo, aumentan nuestro brío o producen sensaciones agradables,
pero su abuso continuado puede ser nocivo. En unos aspectos son buenas, pero en
otros malas: nos convienen y a la vez no nos convienen. En el terreno de las
relaciones humanas, estas ambigüedades se dan con aún mayor frecuencia. La
mentira es algo en general malo, porque destruye la confianza en la palabra —y
todos necesitamos hablar para vivir en sociedad— y enemista a las personas;
pero a veces parece que puede ser útil o beneficioso mentir para obtener alguna
ventajilla. O incluso para hacerle un favor a alguien. Por ejemplo: ¿es mejor
decirle al enfermo de cáncer incurable la verdad sobre su estado o se le debe
engañar para que pase sin angustia sus últimas horas? La mentira no nos
conviene, es mala, pero a veces parece resultar buena. Buscar gresca con los
demás ya hemos dicho que es por lo común inconveniente, pero ¿debemos consentir
que violen delante de nosotros a una chica sin intervenir, por aquello de no
meternos en líos? Por otra parte, al que siempre dice la verdad —caiga quien
caiga— suele cogerle manía todo el mundo; y quien interviene en plan Indiana
Jones para salvar a la chica agredida es más probable que se vea con la crisma
rota que quien se va silbando a su casa. Lo malo parece a veces resultar más o
menos bueno y lo bueno tiene en ocasiones apariencias de malo. Vaya jaleo. Lo
de saber vivir no resulta tan fácil porque hay diversos criterios opuestos
respecto a qué debemos hacer. En matemáticas o geografía hay sabios e
ignorantes, pero los sabios están casi siempre de acuerdo en lo fundamental. En
lo de vivir, en cambio, las opiniones distan de ser unánimes. Si uno quiere
llevar una vida emocionante, puede dedicarse a los coches de fórmula uno o al
alpinismo; pero si se prefiere una vida segura y tranquila, será mejor buscar
las aventuras en el videoclub de la esquina. Algunos aseguran que lo más noble
es vivir para los demás y otros señalan que lo más útil es lograr que los demás
vivan para uno. Según ciertas opiniones lo que cuenta es ganar dinero y nada
más, mientras que otros arguyen que el dinero sin salud, tiempo libre, afecto
sincero o serenidad de ánimo no vale nada. Médicos respetables indican que
renunciar al tabaco y al alcohol es un medio seguro de alargar la vida, a lo
que responden fumadores y borrachos que con tales privaciones a ellos desde
luego la vida se les haría mucho más larga. Etc. En lo único que a primera
vista todos estamos de acuerdo es en que no estamos de acuerdo con todos. Pero
fíjate que también estas opiniones distintas 6 coinciden en otro punto: a
saber, que lo que vaya a ser nuestra vida es, al menos en parte, resultado de
lo que quiera cada cual. Si nuestra vida fuera algo completamente determinado y
fatal, irremediable, todas estas disquisiciones carecerían del más mínimo
sentido. Nadie discute si las piedras deben caer hacia arriba o hacia abajo:
caen hacia abajo y punto. Los castores hacen presas en los arroyos y las abejas
panales de celdillas hexagonales: no hay castores a los que tiente hacer
celdillas de panal, ni abejas que se dediquen a la ingeniería hidráulica. En su
medio natural, cada animal parece saber perfectamente lo que es bueno y lo que
es malo para él, sin discusiones ni dudas. No hay animales malos ni buenos en
la naturaleza, aunque quizá la mosca considere mala a la araña que tiende su
trampa y se la come. Pero es que la araña no lo puede remediar... Voy a
contarte un caso dramático. Ya conoces a las termitas, esas hormigas blancas
que en África levantan impresionantes hormigueros de varios metros de alto y
duros como la piedra. Dado que el cuerpo de las termitas es blando, por carecer
de la coraza quitinosa que protege a otros insectos, el hormiguero les sirve de
caparazón colectivo contra ciertas hormigas enemigas, mejor armadas que ellas.
Pero a veces uno de esos hormigueros se derrumba por culpa de una riada o de un
elefante (a los elefantes les gusta rascarse los flancos contra los termiteros,
qué le vamos a hacer). En seguida, las termitas-obrero se ponen a trabajar para
reconstruir su dañada fortaleza a toda prisa. Y las grandes hormigas enemigas
se lanzan al asalto. Las termitas-soldado salen a defender a su tribu e
intentan detener a las enemigas. Como ni por tamaño ni por armamento pueden
competir con ellas, se cuelgan de las asaltantes intentando frenar todo lo
posible su marcha, mientras las feroces mandíbulas de sus asaltantes las van
despedazando. Las obreras trabajan con toda celeridad y se ocupan de cerrar
otra vez el termitero derruido... pero lo cierran dejando fuera a las pobres y
heroicas termitas-soldado, que sacrifican sus vidas por la seguridad de las
demás. ¿No merecen acaso una medalla, por lo menos? ¿No es justo decir que son
valientes? Cambio de escenario, pero no de tema. En la Ilíada, Homero cuenta la
historia de Héctor, el mejor guerrero de Troya, que espera a pie firme fuera de
las murallas de su ciudad a Aquiles, el enfurecido campeón de los aqueos, aun
sabiendo que éste es más fuerte que él y que probablemente va a matarle. Lo
hace por cumplir su deber, que consiste en defender a su familia y a sus
conciudadanos del terrible asaltante. Nadie duda de que Héctor es un héroe, un
auténtico valiente. Pero ¿es Héctor heroico y valiente del mismo modo que las
termitas-soldado, cuya gesta millones de veces repetida ningún Homero se ha
molestado en contar? ¿No hace Héctor, a fin de cuentas, lo mismo que cualquiera
de las termitas anónimas?
Capítulo II
ÓRDENES, COSTUMBRES Y CAPRICHOS
Te recuerdo brevemente donde
estamos. Queda claro que hay cosas que nos convienen para vivir y otras no,
pero no siempre está claro qué cosas son las que nos convienen. Aunque no
podamos elegir lo que nos pasa, podemos en cambio elegir lo que hacer frente a
lo que nos pasa. Modestia aparte, nuestro caso se parece más al de Héctor que
al de las beneméritas termitas... Cuando vamos a hacer algo, lo hacemos porque
preferimos hacer eso a hacer otra cosa, o porque preferimos hacerlo a no
hacerlo. ¿Resulta entonces que hacemos siempre lo que queremos? Hombre, no
tanto. A veces las circunstancias nos imponen elegir entre dos opciones que no
hemos elegido: vamos, que hay ocasiones en que elegimos aunque preferiríamos no
tener que elegir. Uno de los primeros filósofos que se ocupó de estas
cuestiones, Aristóteles, imaginó el siguiente ejemplo. Un barco lleva una
importante carga de un puerto a otro. A medio trayecto, le sorprende una
tremenda tempestad. Parece que la única forma de salvar el barco y la
tripulación es arrojar por la borda el cargamento, que además de importante es
pesado. El capitán del navío se plantea el problema siguiente: «¿Debo tirar la
mercancía o arriesgarme a capear el temporal con ella en la bodega, esperando
que el tiempo mejore o que la nave resista?» Desde luego, si arroja el
cargamento lo hará porque prefiere hacer eso a afrontar el riesgo, pero sería
injusto decir sin más que quiere tirarlo. Lo que de veras quiere es llegar a
puerto con su barco, su tripulación y su mercancía: eso es lo que más le
conviene. Sin embargo, dadas las borrascosas circunstancias, prefiere salvar su
vida y la de su tripulación a salvar la carga, por preciosa que sea. ¡Ojalá no
se hubiera levantado la maldita tormenta! Pero la tormenta no puede elegirla,
es cosa que se le impone, cosa que le pasa, quiera o no; lo que en cambio puede
elegir es el comportamiento a seguir en el peligro que le amenaza. Si tira el
cargamento por la borda lo hace porque quiere... y a la vez sin querer. Quiere
vivir, salvarse y salvar a los hombres que dependen de él, salvar su barco;
pero no quisiera quedarse sin la carga ni el provecho que representa, por lo
que no se desprende de ella sino muy a regañadientes. Preferiría sin duda no
verse en el trance de tener que escoger entre la pérdida de sus bienes y la
pérdida de su vida. Sin embargo, no queda más remedio y debe decidirse: elegirá
lo que quiera más, lo que crea más conveniente. 12 Podríamos decir que es libre
porque no le queda otro remedio que serlo, libre de optar en circunstancias que
él no ha elegido padecer. Casi siempre que reflexionamos en situaciones
difíciles o importantes sobre lo que vamos a hacer nos encontramos en una
situación parecida a la de ese capitán de barco del que habla Aristóteles. Pero
claro, no siempre las cosas se ponen tan feas. A veces las circunstancias son
menos tormentosas y si me empeño en no ponerte más que ejemplos con ciclón
incorporado puedes rebelarte contra ellos, como hizo aquel aprendiz de aviador.
Su profesor de vuelo le preguntó: «Va usted en un avión, se declara una
tormenta y le inutiliza a usted el motor. ¿Qué debe hacer?» Y el estudiante
contesta: «Seguiré con el otro motor.» «Bueno —dijo el profesor—, pero llega
otra tormenta y le deja sin ese motor. ¿Cómo se las arregla entonces?» «Pues
seguiré con el otro motor.» «También se lo destruye una tormenta. ¿Y entonces?»
«Pues continúo con otro motor.» «Vamos a ver —se mosquea el profesor—, ¿se
puede saber de dónde saca usted tantos motores?» Y el alumno, imperturbable:
«Del mismo sitio del que saca usted tantas tormentas.» No, dejemos de lado el
tormento de las tormentas. Veamos qué ocurre cuando hace buen tiempo. Por lo
general, uno no se pasa la vida dando vueltas a lo que nos conviene o no nos
conviene hacer. Afortunadamente no solemos estar tan achuchados por la vida
como el capitán del dichoso barquito del que hemos hablado. Si vamos a ser
sinceros, tendremos que reconocer que la mayoría de nuestros actos los hacemos
casi automáticamente, sin darle demasiadas vueltas al asunto. Recuerda conmigo,
por favor lo que has hecho esta mañana. A una hora indecentemente temprana ha
sonado el despertador y tú, en vez de estrellarlo contra la pared como te
apetecía, has apagado la alarma. Te has quedado un ratito entre las sábanas,
intentando aprovechar los últimos y preciosos minutos de comodidad horizontal.
Después has pensado que se te estaba haciendo demasiado tarde y el autobús para
el cole no espera, de modo que te has levantado con santa resignación. Ya sé
que no te gusta demasiado lavarte los dientes pero como te insisto tanto para
que lo hagas has acudido entre bostezos a la cita con el cepillo y la pasta. Te
has duchado casi sin darte cuenta de lo que hacías, porque es algo que ya
pertenece a la rutina de todas las mañanas. Luego te has bebido el café con
leche y te has tomado la habitual tostada con mantequilla. Después, a la dura
calle. Mientras ibas hacia la parada del autobús repasando mentalmente los
problemas de matemáticas —¿no tenías hoy control?— has ido dando patadas
distraídas a una lata vacía de coca-cola. Más tarde el autobús, el colegio,
etc. Francamente, no creo que cada uno de esos actos los hayas realizado tras
angustiosas meditaciones: «¿Me levanto o no me levanto? ¿Me ducho o no me
ducho? ¡Desayunar o no desayunar, ésa es la cuestión!» La zozobra del pobre
capitán de barco a punto de zozobrar, tratando de decidir a toda prisa si
tiraba por la borda la carga o no, se parece poco a tus soñolientas decisiones
de esta mañana. Has actuado de manera casi instintiva, sin plantearte muchos
problemas. En el fondo resulta lo más 13 cómodo y lo más eficaz, ¿no? A veces
darle demasiadas vueltas a lo que uno va a hacer nos paraliza. Es como cuando
echas a andar: si te pones a mirarte los pies y a decir «ahora, el derecho;
luego, el izquierdo, etc.», lo más seguro es que pegues un tropezón o que
acabes parándote. Pero yo quisiera que ahora, retrospectivamente, te
preguntaras lo que no te preguntaste esta mañana. Es decir: ¿por qué he hecho
lo que hice?, ¿por qué ese gesto y no mejor el contrario, o quizá otro
cualquiera? Supongo que esta encuesta te indignará un poco. ¡Vaya! ¿Que por qué
tienes que levantarte a las siete y media, lavarte los dientes e ir al colegio?
¿Y yo te lo pregunto? ¡Pues precisamente porque yo me empeño en que lo hagas y
te doy la lata de mil maneras, con amenazas y promesas, para obligarte! ¡Si te
quedases en la cama menudo jaleo te montaría! Claro que algunos de los gestos
reseñados como ducharte o desayunar, los realizas ya sin acordarte de mí,
porque son cosas que siempre se hacen al levantarse, ¿no?, y que todo el mundo
repite. Lo mismo que ponerse pantalones en lugar de ir en calzoncillos, por
mucho que apriete el calor... En cuanto a lo de tomar el autobús, bueno, no
tienes más remedio que hacerlo para llegar a tiempo, porque el colegio está
demasiado lejos como para ir andando y no soy tan espléndido para pagarte un
taxi de ida y vuelta todos los días. ¿Y lo de pegarle patadas a la lata? Pues
eso lo haces porque sí, porque te da la gana. Vamos a detallar entonces la
serie de diferentes motivos que tienes para tus comportamientos matutinos. Ya
sabes lo que es un «motivo» en el sentido que recibe la palabra en este
contexto: es la razón que tienes o al menos crees tener para hacer algo, la
explicación más aceptable de tu conducta cuando reflexionas un poco sobre ella.
En una palabra: la mejor respuesta que se te ocurre a la pregunta «¿por qué
hago eso?». Pues bien, uno de los tipos de motivación que reconoces es el de
que yo te mando que hagas tal o cual cosa. A estos motivos les llamaremos
órdenes. En otras ocasiones el motivo es que sueles hacer siempre ese mismo
gesto y ya lo repites casi sin pensar, o también el ver que a tu alrededor todo
el mundo se comporta así habitualmente: llamaremos costumbres a este juego de
motivos. En otros casos —los puntapiés a la lata, por ejemplo— el motivo parece
ser la ausencia de motivo, el que te apetece sin más, la pura gana. ¿Estás de
acuerdo en que llamemos caprichos al por qué de estos comportamientos? Dejo de
lado los motivos más crudamente funcionales, es decir los que te inducen a
aquellos gestos que haces como puro y directo instrumento para conseguir algo:
bajar la escalera para llegar a la calle en lugar de saltar por la ventana,
coger el autobús para ir al cole, utilizar una taza para tomar tu café con
leche, etc. Nos limitaremos a examinar los tres meros tipos de motivos, es
decir las órdenes, las costumbres y los caprichos. Cada uno de esos motivos
inclina tu conducta en una dirección u otra, explica más o menos tu preferencia
por hacer lo que haces frente a las otras muchas cosas que podrías hacer.
Capítulo III
HAZ LO QUE QUIERAS
Decíamos antes que la mayoría de las cosas las
hacemos porque nos las mandan (los padres cuando se es joven, los superiores o
las leyes cuando se es adulto), porque se acostumbra a hacerlas así (a veces la
rutina nos la imponen los demás con su ejemplo y su presión —miedo al ridículo,
censura, chismorreo, deseo de aceptación en el grupo,...— y otras veces nos la
creamos nosotros mismos), porque son un medio para conseguir lo que queremos
(como tomar el autobús para ir al colegio) o sencillamente porque nos da la
ventolera o el capricho de hacerlas así, sin más ni más. Pero resulta que en
ocasiones importantes o cuando nos tomamos lo que vamos a hacer verdaderamente
en serio, todas estas motivaciones corrientes resultan insatisfactorias: vamos,
que saben a poco, como suele decirse. Cuando tiene uno que salir a exponer el
pellejo junto a las murallas de Troya desafiando el ataque de Aquiles, como
hizo Héctor; o cuando hay que decidir entre tirar al mar la carga para salvar a
la tripulación o tirar a unos cuantos de la tripulación para salvar la carga;
o... en casos semejantes, aunque no sean tan dramáticos (por ejemplo
sencillito: ¿debo votar al político que considero mejor para la mayoría del
país, aunque perjudique con su subida de impuestos mis intereses personales, o
apoyar al que me permite forrarme mas a gusto y los demás que espabilen?), ni
órdenes ni costumbres bastan y no son cuestiones de capricho. El comandante
nazi del campo de concentración al que acusan de una matanza de judíos intenta
excusarse diciendo que «cumplió órdenes», pero a mí, sin embargo, no me convence
esa justificación; en ciertos países es costumbre no alquilar un piso a negros
por su color de piel o a homosexuales por su preferencia amorosa, pero por
mucho que sea habitual tal discriminación sigue sin parecerme aceptable; el
capricho de irse a pasar unos días en la playa es muy comprensible, pero si uno
tiene a un bebé a su cargo y lo deja sin cuidado durante un fin de semana,
semejante capricho ya no resulta simpático sino criminal. ¿No opinas lo mismo
que yo en estos casos? Esto tiene que ver con la cuestión de la libertad, que
es el asunto del que se ocupa propiamente la ética, según creo haberte dicho
ya. Libertad es poder decir «sí» o «no»; lo hago o no lo hago, digan lo que
digan mis jefes o los demás; esto me conviene y lo quiero, aquello no me
conviene y por tanto no lo quiero. Libertad es 18 decidir, pero también, no lo
olvides, darte cuenta de que estás decidiendo. Lo más opuesto a dejarse llevar,
como podrás comprender. Y para no dejarte llevar no tienes más remedio que
intentar pensar al menos dos veces lo que vas a hacer; sí, dos veces, lo
siento, aunque te duela la cabeza... La primera vez que piensas el motivo de tu
acción la respuesta a la pregunta «¿por qué hago esto?» es del tipo de las que
hemos estudiado últimamente: lo hago por que me lo mandan, porque es costumbre
hacerlo, porque me da la gana. Pero si lo piensas por segunda vez, la cosa ya
varía. Esto lo hago porque me lo mandan, pero... ¿por qué obedezco lo que me
mandan? ¿por miedo al castigo?, ¿por esperanza de un premio?, ¿no estoy
entonces como esclavizado por quien me manda? Si obedezco porque quien da las
órdenes sabe más que yo, ¿no sería aconsejable que procurara informarme lo
suficiente para decidir por mí mismo? ¿Y si me mandan cosas que no me parecen
convenientes, como cuando le ordenaron al comandante nazi eliminar a los judíos
del campo de concentración? ¿Acaso no puede ser algo «malo» —es decir, no
conveniente para mí— por mucho que me lo manden, o «bueno» y conveniente aunque
nadie me lo ordene? Lo mismo sucede respecto a las costumbres. Si no pienso lo
que hago más que una vez, quizá me baste la respuesta de que actúo así «porque
es costumbre». Pero ¿por qué diablos tengo que hacer siempre lo que suele
hacerse (o lo que suelo hacer)? ¡Ni que fuera esclavo de quienes me rodean, por
muy amigos míos que sean, o de lo que hice ayer, antesdeayer y el mes pasado!
Si vivo rodeado de gente que tiene la costumbre de discriminar a los negros y a
mí eso no me parece ni medio bien, ¿por qué tengo que imitarles? Si he cogido la
costumbre de pedir dinero prestado y no devolverlo nunca, pero cada vez me da
más vergüenza hacerlo, ¿por qué no voy a poder cambiar de conducta y empezar
desde ahora mismo a ser más legal? ¿Es que acaso una costumbre no puede ser
poco conveniente para mí, por muy acostumbrada que sea? Y cuando me interrogo
por segunda vez sobre mis caprichos, el resultado es parecido. Muchas veces
tengo ganas de hacer cosas que en seguida se vuelven contra mí, de las que me
arrepiento luego. En asuntos sin importancia el capricho puede ser aceptable,
pero cuando se trata de cosas más serias dejarme llevar por él, sin reflexionar
si se trata de un capricho conveniente o inconveniente, puede resultar muy poco
aconsejable, hasta peligroso: el capricho de cruzar siempre los semáforos en
rojo a lo mejor resulta una o dos veces divertido pero ¿llegaré a viejo si me
empeño en hacerlo día tras día? En resumidas cuentas: puede haber órdenes,
costumbres y caprichos que sean motivos adecuados para obrar, pero en otros
casos no tiene por qué ser así. Sería un poco idiota querer llevar la contraria
a todas las órdenes y a todas las costumbres, como también a todos los
caprichos porque a veces resultarán convenientes o agradables.Pero nunca una
acción es buena sólo por ser una orden, una costumbre o un capricho. Para saber
si algo me resulta de veras conveniente o no tendré que examinar lo que hago
más a fondo, razonando por mí mismo. Nadie puede ser libre en 19 mi lugar, es
decir: nadie puede dispensarme de elegir y de buscar por mí mismo. Cuando se es
un niño pequeño, inmaduro, con poco conocimiento de la vida y de la realidad
basta con la obediencia, la rutina o el caprichito. Pero es porque todavía se
está dependiendo de alguien, en manos de otro que vela por nosotros. Luego hay
que hacerse adulto, es decir, capaz de inventar en cierto modo la propia vida y
no simplemente de vivir la que otros han inventado para uno. Naturalmente, no
podemos inventarnos del todo porque no vivimos solos y muchas cosas se nos
imponen queramos o no (acuérdate de que el pobre capitán no eligió padecer una
tormenta en alta mar ni Aquiles le pidió a Héctor permiso para atacar
Troya...). Pero entre las órdenes que se nos dan, entre las costumbres que nos
rodean o nos creamos, entre los caprichos que nos asaltan, tendremos que
aprender a elegir por nosotros mismos. No habrá más remedio, para ser hombres y
no borregos (con perdón de los borregos), que pensar dos veces lo que hacemos.
Y si me apuras, hasta tres y cuatro veces en ocasiones señaladas. La palabra «moral»
etimológicamente tiene que ver con las costumbres, pues eso precisamente es lo
que significa la voz latina: mores, y también con las órdenes, pues la mayoría
de los preceptos morales suenan así como «debes hacer tal cosa» o «ni se te
ocurra hacer tal otra». Sin embargo, hay costumbres y órdenes —como ya hemos
visto— que pueden ser malas, o sea «inmorales», por muy ordenadas y
acostumbradas que se nos presenten. Si queremos profundizar en la moral de
verdad, si queremos aprender en serio cómo emplear bien la libertad que tenemos
(y en este aprendizaje consiste precisamente la «moral» o «ética» de la que
estamos hablando aquí), más vale dejarse de órdenes, costumbres y caprichos. Lo
primero que hay que dejar claro es que la ética de un hombre libre nada tiene
que ver con los castigos ni los premios repartidos por la autoridad que sea,
autoridad humana o divina, para el caso es igual. El que no hace más que huir
del castigo y buscar la recompensa que dispensan otros, según normas
establecidas por ellos, no es mejor que un pobre esclavo. A un niño quizá le
basten el palo y la zanahoria como guías de su conducta, pero para alguien
crecidito es más bien triste seguir con esa mentalidad. Hay que orientarse de
otro modo. Por cierto, una aclaración terminológica. Aunque yo voy a utilizar
las palabras «moral» y «ética» como equivalentes, desde un punto de vista
técnico (perdona que me ponga más profesoral que de costumbre) no tienen
idéntico significado. «Moral» es el conjunto de comportamientos y normas que
tú, yo y algunos de quienes nos rodean solemos aceptar como válidos; «ética» es
la reflexión sobre por qué los consideramos válidos y la comparación con otras
«morales»que tienen personas diferentes. Pero en fin, aquí seguiré usando una u
otra palabra indistintamente, siempre como arte de vivir. Que me perdone la
Academia... Te recuerdo que las palabras «bueno» y «malo» no sólo se aplican a
comportamientos morales, ni siquiera sólo a personas. Se dice, por ejemplo, que
Maradona o Butragueño son futbolistas muy buenos, sin que ese calificativo
tenga 20 nada que ver con su tendencia a ayudar al prójimo fuera del estadio o
su propensión a decir siempre la verdad. Son buenos en cuanto futbolistas y
como futbolistas, sin que entremos en averiguaciones sobre su vida privada. Y
también puede decirse que una moto es muy buena sin que ello implique que la
tomamos por la Santa Teresa de las motos: nos referimos a que funciona
estupendamente y que tiene todas las ventajas que a una moto pueden pedirse. En
cuestión de futbolistas o de motos, lo «bueno» —es decir, lo que conviene— está
bastante claro. Seguro que si te pregunto, me explicas muy bien cuáles son los
requisitos necesarios para que algo merezca calificación de sobresaliente en el
terreno de juego o en la carretera. Y digo yo: ¿por qué no intentamos definir
del mismo modo lo que se necesita para ser un hombre bueno? ¿No nos resolvería
eso todos los problemas que nos estamos planteando desde hace ya bastantes
páginas? No es cosa tan fácil, sin embargo. Respecto a los buenos futbolistas,
las buenas motos, los buenos caballos de carreras, etc., la mayoría de la gente
suele estar de acuerdo, pero cuando se trata de determinar si alguien es bueno
o malo en general, como ser humano, las opiniones varían mucho. Ahí tienes, por
ejemplo el caso de Purita: su mamá en casa la tiene por el no va más de la
bondad, porque es obediente y modosita, pero en clase todo el mundo la detesta
porque es chismosa y cizañera. Seguro que para sus superiores el oficial nazi
que gaseaba judíos en Auschwitz era bueno y como es debido, pero los judíos
debían tener sobre él una opinión diferente. A veces llamarle a alguien «bueno»
no indica nada bueno: hasta el punto de que suelen decirse cosas como «Fulanito
es muy bueno, ¡el pobre!» El poeta español Antonio Machado era consciente de
esta ambigüedad y en su autobiografía poética escribió: «Soy en el buen sentido
de la palabra bueno...» Se refería a que, en muchos casos, llamarle a uno
«bueno» no indica más que docilidad, tendencia a no llevar la contraria y a no
causar problemas, prestarse a cambiar los discos mientras los demás bailan,
cosas así. Para unos, ser bueno significará ser resignado y paciente, pero
otros llamarán bueno