La
participación ciudadana es un concepto regularmente empleado para designar un
conjunto de procesos y prácticas sociales de muy diversa índole. De aquí, el
problema o riqueza de su carácter polisémico. Problema porque la pluralidad de
significados, en ciertos momentos, ha conducido a un empleo analítico bastante
ambiguo. Riqueza, porque la multiplicidad de nociones mediante las que se ha
enunciado ha permitido acotar, cada vez con mayor precisión, los actores,
espacios y variables involucradas, así como las características relativas a la
definición de este tipo de procesos participativos.
En términos
generales, la participación nos remite a una forma de acción emprendida
deliberadamente por un individuo o conjunto de éstos. Es decir, es una acción
racional e intencional en busca de objetivos específicos, como pueden ser tomar
parte en una decisión, involucrase en alguna discusión, integrarse, o
simplemente beneficiarse de la ejecución y solución de un problema específico
(Velásquez y González, 2003: 57).
De acuerdo
con esta definición formal, aquello que llamamos participación ciudadana, en
principio, no se distingue de otros tipos de participación por el tipo de
actividades o acciones desplegadas por los individuos o colectividades
involucradas. Este tipo de participación se acota como ciudadana porque es un
proceso o acción que se define y orienta a través de una dimensión, una lógica
y unos mecanismos político–sociales específicos.
Entonces, la
participación ciudadana —aun cuando no pueda decirse que haya una concepción
unívoca del vocablo— nos remite al despliegue de un conjunto de acciones
(expresión, deliberación, creación de espacios de organización, disposición de
recursos) mediante las cuales los ciudadanos se involucran en la elaboración,
decisión y ejecución de asuntos públicos que les afectan, les competen o,
simplemente, son de su interés. Entendida así, de entrada, podría afirmarse que
ésta nos remite a un tipo de interacción particular entre los individuos y el
Estado, a una relación concreta entre el Estado y la sociedad, en la que se
pone en juego y se construye el carácter de lo público (Ziccardi, 1998;
Álvarez, 1997; Cunill, 1991).
En este
sentido, la participación ciudadana se distingue de la llamada participación
comunitaria y de la social porque, aun cuando éstas también nos hablen de un
tipo de interacción especial entre la sociedad y el Estado, los objetivos y
fines de la acción que caracterizan a estas últimas, se ubican y agotan,
fundamentalmente, en el plano social, es decir, dentro de la comunidad, gremio
o sector social en donde acontecen (Álvarez, 2004; Cunill, 1991). Por el
contrario, la participación ciudadana es una acción colectiva que se despliega
y origina simultáneamente en el plano social y estatal. Esto es, no se trata de
una acción exclusiva de una organización social; tampoco es una acción dada al
margen o fuera de los contornos estatales, ni un ejercicio limitado por los
contornos de la esfera social o estatal que la origina. La participación
ciudadana es un tipo de acción colectiva mediante la cual la ciudadanía toma
parte en la construcción, evaluación, gestión y desarrollo de los asuntos
públicos, independientemente de las modalidades (institucional–autónoma) por
las que esta misma discurra (Álvarez, 2004: 50–51).
Por último,
la participación ciudadana se distingue de la participación política porque el
conjunto de actos y relaciones supuestas en el desarrollo de la primera no
están enfocados (exclusiva, ni fundamentalmente) a influir en las decisiones y
la estructura de poder del sistema político. Es decir, aun cuando con el
despliegue de estas prácticas ciudadanas se busca incidir en la toma de
decisiones que constituyen el orden de la política y de las políticas,1 se diferencian
sustancialmente de las actividades políticas porque el conjunto de acciones,
desplegadas desde este ámbito ciudadano, no pretende ser ni constituirse en
poder político, ni busca rivalizar con éste. Aun cuando la participación
ciudadana pueda concebirse como un canal de comunicación por el que discurren
las decisiones que atañen a la competencia por el poder en un sistema político
determinado (elección, sufragio); el alcance de dichas decisiones no está
orientado a desplazar los órganos de carácter representativo, ni mucho menos
constituirse en algún tipo de autoridad política (Pesquino, 1991: 18).
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